Al final del viaje, volvimos al principio.
Nos reencontramos con nuestros amigos Koichi, Noriko y Yuki en Mashiko.
Durante varios días recorrimos la feria de cerámica más grande de Japón.
Calles enteras convertidas en un mercado de barro: cientos de puestos, miles de piezas utilitarias hechas en torno, modeladas a mano, cocidas en distintos tipos de hornos.
Koichi nos presentó a algunos colegas, alumnos, amigos. Pocas palabras y muchos gestos. Nuestro maestro, que en México parecía muy serio, resultó ser un personaje que hace reír por donde pasa.
Me pareció que su trabajo ahí, en su contexto, en su comunidad y en su territorio, era ancestral y futurista.
El plato que tengo de Koichi en mi cocina es del tamaño de su mano. Me acompaña.
Koichi nos llevó al museo y casa-taller de Shoji Hamada.
Caminamos-corrimos por los espacios donde vivió y trabajó, fue como entrar a su forma de pensamiento encarnada en arquitectura, utensilios, formas de organización.
Hamada eligió una vida local y compartida. Volvió a Mashiko tras su paso por Inglaterra para desarrollar una cerámica profundamente enraizada en su comunidad.
Creó un taller donde todo —el torno, el horno, los esmaltes, la arcilla— era parte de un ecosistema artesanal.
No buscaba destacar: buscaba integrarse. Rechazaba la firma individual en sus piezas, defendía el trabajo colectivo, el anonimato como forma de libertad.
Su horno noborigama, construido en pendiente, se activaba durante días con el esfuerzo conjunto de varios alfareros.
Era un acto de confianza y colaboración, donde cada pieza pasaba por el juicio del fuego.
El pensamiento Mingei no se transmite como teoría, sino como una forma de estar en el mundo.